Días cortos, Días largos, noches en vela, cafés de las mañanas. Así recuerdo algunos de los pésimos o maravillosos días de mi vida y el entusiasmo que sentía por comenzar una nueva vida con mi pareja. Ahora, sentada en una silla de ruedas, entre llantos, lamento el error que cometí y que cambió mi vida para siempre.
Sin razón alguna, sin motivo alguno, todo lo que comenzó como algo bonito desapareció tan rápido, como una estrella fugaz. Comenzaron grandes disputas, por situaciones ridículas, sin importancia, que desencadenaron agresiones hacía mí. Pensaba que estaba nervioso, que no podía controlar los nervios, que se desahogaba conmigo, ya que cuando acaba siempre me pedía perdón. Todos los días analizaba la situación y me planteaba la dificultad de encontrar los motivos para ello. Así, mis días se fueron apagando poco a poco. Ya no tenía entusiasmo por nada, simplemente ya no seguía igual. Mi felicidad se esfumó y mi sonrisa desapareció.
Se concentraba en él, la intención de dañar, herir sin piedad. Una noche estábamos cenando y como de costumbre, me reprochaba que la comida estaba fría o no le agradaba. Yo, sin nada más que añadir, agaché la cabeza y simplemente me limité a callar. Recogí todo y subí a mi habitación. Esa noche, una noche oscura, triste, noche de soledad, noche de dudas y de vacío, vacío en mi interior. Aparecían en mi cabeza consejos que poder coger o dejar atrás. Aquellos que por la televisión contemplaba cada día sobre el maltrato. Pero era tan difícil pensar que uno de esos casos pudiera ser el mío, que aumentaba mis dudas aún más. Pues cómo era posible herir a una persona de ese modo. Me dolía pensar que sólo me utilizase como un objeto sexual.
Intentaba desahogarme, buscar consuelo, refugio y reprimir mis lágrimas. Contaba mis situaciones a personas cercanas, de gran afecto, como si fuesen los problemas de una amiga desconocida con el fin de obtener consejo. Mentía sobre mi felicidad, era cobarde, muy cobarde. Mi vacío se iba profundizando cada vez más. Mantenía mis llantos en silencio e intentaba aceptar la verdad, olvidar el pasado y volver a empezar de nuevo. Pero por más que lo intentaba era lo mismo, me encontraba sola en la oscuridad de mi ser.
Anhelaba el cariño que me daba y que un día dejó de darme. Quizás por eso me cruzaba de brazos, pensando que algún día me lo devolvería. Pasó el tiempo y decidí que era hora de que llegase un nuevo miembro en la familia. A lo que él se negó rotundamente. Me partió el alma, me vació de ilusiones, de deseos, de algo que podría solucionar nuestra situación. A partir de ahí volvimos a las mismas situaciones, golpes y más golpes. Mi cuerpo parecía un mar de tinta morada, tinta que no eran nada más que los moratones que rodeaban mi cuerpo y tardaban en abandonarlo. Tenía fe en que eso acabase algún día, que el sol volviese a brillar para mí y poder borrar el pasado. Era como una tormenta que
no cesaba y que dejaba grandes huellas.
Acabé encerrada en mí, ya no salía, no disfrutaba, no era yo. Llegué al punto en el cual sólo me limitaba a cumplir las cosas que él me pedía. Me volví egoísta conmigo misma. Mis amigos, mi familia, me llamaban preocupados, no tenían noticias sobre mí. Pero siempre que hablaba con ellos ponía la misma excusa. Una excusa barata, un simple dolor de cabeza y les mostraba el lado más alegre de mí, si es que aún lo tenía. Y callaba, callaba por miedo, por él. Nadie sabía mi situación, mi problema. Era difícil asimilarlo y pedir ayuda, por el simple hecho de que podría volver a ser golpeada o incluso dejar de existir para siempre.
Cada día que pasaba se volvía más agresivo, ya ni yo entendía como era capaz de aguantar esa situación. Era un auténtico calvario. Tantos años, tantos recuerdos, tantos proyectos que emprender juntos que ninguno de ellos empezamos. Los días transcurrían lentos, secos, dolorosos y amargos. Amargos como el sabor del chocolate puro. No sé qué ganaba con todo aquello, ya no tenía fuerzas para seguir. Sabía que lo primero y lo más difícil era asimilar la situación y reconocer que verdaderamente, yo era uno de los múltiples casos que hay actualmente de violencia de género.
Así que dejé a un lado todo, me levanté una mañana, lluviosa, fría, como si el tiempo me acompañase en esa situación. Me estaba terminando para salir, cuando apareció él. Me preguntaba con gran exigencia a dónde iba mientras yo salía de la habitación. Me armé de valor y le contesté. Le dije que me dirigía a hacer algo que debía haber hecho antes. Me preguntaba cómo había podido contestarle, haber sido tan valiente y haber dejado el miedo a un lado. Seguidamente, empezamos a forcejear y en un descuido aprovechó para arrojarme por las escaleras. Allí me encontraba, inconsciente en el suelo, debatiéndome entre la vida y la muerte.
Neutra, sin sentimientos, así me desperté en el hospital y con la horrible noticia de que jamás volvería a andar. Me sentía desolada, arrepentida. Pero lo peor era que él seguía feliz su vida, como si lo ocurrido hubiese sido un despiste por mi parte. Sentía tanta rabia en mi interior que me dispuse con coraje a confesar a la policía lo verdaderamente ocurrido, un intento de homicidio. Quizás un poco tarde, lo sé, cuando ya no había prácticamente solución. No podía creer como me había cambiado la vida.
Por esperar tanto, por la ignorancia, por el miedo, dejé escapar la única oportunidad que tuve de evitar mi situación. Pensaba que denunciar no serviría de nada, que aumentaría su ira y empeoraría la situación. Pero me equivoqué, gracias a la policía, aunque sea en silla de ruedas, apenada y lamentando todo, puedo estar tranquila de que no volverá a hacerme daño. Y muy arrepentida escribo esta carta, para que personas con una situación similar o parecida, dejen el miedo atrás y no comentan el mismo error que yo cometí.
Que por miedo pueden perder lo que más quieren, junto a su vida.
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